viernes, 16 de enero de 2009

De cómo una rubia y una morena me invitaron a pasar un día en Port Aventura

Los matemáticos inventaron las ecuaciones para que los físicos, los químicos, los estadísticos, los biólogos (en general) y los bioquímicos pudiéramos interpretar la realidad mediante modelos matemáticos. A veces, no obstante, la realidad es más compleja que las ecuaciones.


Hay veces en las que, mientras leemos, vemos una película o prestamos atención a la letra de una canción, esperamos que el argumento que contienen sea una historia cerrada, sin cabos sueltos y en la que, a ser posible, ocurra algo que no ocurre cotidianamente pero que nos gustaría que ocurriera, que le diera emoción a nuestras vidas. Por desgracia, la realidad suele ser más simple que los libros de David Trueba, que las películas de Steven Spielberg o que las canciones de Joaquín Sabina.


Sin embargo, con las palabras adecuadas, se puede maquillar la realidad para que, en vez de una puta barata, parezca una puta de lujo (cosa que hacen muy bien los periodistas) y lo puedo demostrar:


Hace años mi padre solía venir a recogernos a mi hermano y a mí al colegio. Nos llevaba a casa, comíamos y volvíamos a clase. Era raro el día en el que no se unía a nosotros algún amigo o algún compañero a quien no le importaba que el coche fuera a reventar, con tal de ahorrarse veinte minutos de pateada. Quedábamos siempre en la misma esquina en una calle que nos venía de paso. Lo encontrábamos parado al lado del bordillo, con las ventanillas bajadas y la radio encendida. “La radio de los éxitos”, decía el jingle continuamente. “¿Cuál de ellas?”, le respondía yo. “Todas las radios dicen que son la radio de los éxitos. Así no hay quien se aclare”.


Un día mi padre me preguntó si las cinco áreas temáticas de Port Aventura eran la Mediterrània, la Polinesia, el Far West, China y México. ¿A qué venía eso? ¿No debería estar preguntándome si la capital de Nigeria es Abuja o si el planeta del sistema solar que sigue a Júpiter (en orden creciente teniendo en cuenta su distancia hacia el sol) era Saturno? Yo le dije que sí, que lo eran. “Pues he acertado”. Muy bien. ¿Quieres un minipunto?, ¿Un premio Nobel? “Es que he llamado a la emisora de radio que escucho cada mediodía, cuando voy a recogeros al colegio. Sortean un viaje en tren a Port Aventura y entradas pagadas para dos. He llamado varias veces, a ver si nos toca”. La idea me pareció buena aunque sabía que la probabilidad de ganar era baja. Lo creía algo imposible. Me equivoqué: a los tres días llamaron a mi padre para decirle a qué hora tenían que estar él y su acompañante en la Estación de Francia de Barcelona (Anteriormente conocida como “Barcelona Término”). Mi padre no debió entender bien eso de “usted y su acompañante” porque nos fuimos los cuatro: mi padre, mi madre, mi hermano y yo.


El locutor estrella de la emisora, el que dedicaba canciones tanto a laJacinta de Mataró como al Jaume de Viladecans, estaba de pie al lado de la topera rodeado de gente seria (productores de la emisora y peces gordos de RENFE) y chicas sonrientes (azafatas contratadas para la ocasión). Después de un estéril discurso sobre la ilusión que le hacía este viaje (¡mentira!) y lo mucho que se alegraba por que lo hubiéramos ganado (¡mentira otra vez!), nos subimos a un tren de dos pisos que nos llevaría directo y sin paradas al parque temático. Cuando faltaban unos minutos para llegar los altavoces, que todo lo saben, dijeron “Señores pasajeros, para ahorrar tiempo y agilizar los trámites, las azafatas pasaran por sus asientos para daros las entradas al parque. Por favor, cuando se lo pidan, denles el resguardo que recibieron cuando se publicó la lista de ganadores del sorteo”. Al cabo de no mucho pasaron una pareja de chicas por nuestros asientos y mi padre le dio a una de ellas sus dos resguardos. Dos resguardos. ¿Cuántos? Dos. La chica nos miró, miró los resguardos, nos miró otra vez, miró los resguardos otra vez y dijo: “...ehm... Es sólo uno por persona. Uno para usted y otro para su acompañante”. Mi padre, que cuando quiere tiene mucha labia, le explicó que era ferroviario y que ninguno de los cuatro pagamos en los trenes así que no se preocupase por nosotros porque podíamos viajar por la patilla y que una vez en el parque, compraríamos entradas para mi hermano y para mí. Las chicas se extrañaron. Se miraron la una a la otra. La rubia a la morena y la morena a la rubia. Una dijo “¿sí?” y la otra dijo “¡va!” y cortaron cuatro entradas para Port Aventura: dos para mis padres, que las habían ganado y las otras dos para mi hermano y para mí, que íbamos invitados por las azafatas.


¿Cómo pensabas, si no, que me habían invitado la rubia y la morena a pasar un día en Port Aventura?




15.ene.2009

Selección

Hay veces en las que uno tiene la autoestima tan alta que ya no le basta con creérselo uno mismo, hay que dar un paso más, conseguir algo más difícil todavía: hacer que sean los demás los que se crean que tú eres lo mejor y cuando digo lo mejor no me refiero a la gama de productos de marca blanca que pueda ofrecer una cadena de supermercados ni al potencial de apurado de una cuchilla de afeitar de diseño. Conseguir que el prójimo se vanaglorie del mero hecho de haberte conocido requiere que tu autoestima sea tal que sobrepase las fronteras de tu propio ego y se instale en el de los demás. Hay veces que un halago es más que un regalo y, nos guste o no, ese tipo de cosas suben mucho la autoestima y, con ella, la sensación de realización, de satisfacción.


Es por eso por lo que un día decidí presentarme al casting de un reality show nuevo, aún inédito en mi país. No es que quisiera entrar en el programa. De hecho estaba pensando renunciar a mi plaza en él en la última fase de selección si finalmente me elegían. Yo sólo quería que alguien echara un vistazo a un montón de papeles con datos sobre mí, me mirara a la cara y me dijera eso de «enhorabuena, has sido seleccionado», el reconocimiento, la autoestima, el ego, vaya. A mí el programa me daba más bien igual. He visto programas mejores. Concursos de preguntas por ejemplo. Esos son mis favoritos.


Pasé sin gran problema la primera fase de selección. El test psicotécnico. No era complicado: bastaba con no marcar respuestas del tipo: “le daría una paliza”, “creo en la existencia de una raza aria” o “¿Capital? ¡Yo no sabía que Valladolid tuviera capital!”. En ese sentido me considero una persona equilibrada. Cuando acabamos el test nos dieron unos minutos de descanso tras los cuales una chica se subió a la tarima. A pesar de ser bajita se notaba que sabía qué quería de la vida y cuánto estaba dispuesta a pagar por ello. Se la veía resuelta y espabilada, el típico carácter de alguien que trabaja organizando rebaños de personas como los candidatos a formar parte de un casting. Controlar un rebaño de animales es complicado porque los animales no entienden el habla humana ni comparten nuestros objetivos. Controlar un rebaño de personas es, si cabe, más complicado aún porque, a pesar de entender las instrucciones, las personas vamos a nuestro aire y tenemos la capacidad de decidir si obedecemos o no a lo que se nos dice. Esta chica que entró como una exalación por la puerta y se subió al estrado sabía hacerlo. Le bastó levantar la mano con la que no estaba sujetando una carpetilla para que tods la miráramos como lechuzas.


-A ver – dijo fuertemente pero sin chillar – ahora os llamarán uno por uno para haceros una entrevista personal en la que pondrán a prueba vuestras capacidades comunicativas y de expresión. Quien supere esta prueba podrá pasar a la tercera fase, la de improvisación en una situación ficticia.


No tuve que esperar mucho para entrar porque nos iban llamando en el mismo orden en el que habíamos entregado los tests. La mesa ante la que me encontraba desnudo (sólo en un sentido escénico, por suerte) estaba poblada por un peculiar cuarteto: la psicóloga erguida que al hablar miraba por encima de sus gafas, el productor ejecutivo con chaqueta y jersey de cuello alto, un personaje del famoseo de mercadillo que había accedido a hacer de jurado y el ganador del concurso en una edición extranjera. El productor se incorporó de su postura pasota, acercó su cuerpo a la mesa, apoyó sobre ella los antebrazos, como si quisiera llegar hasta donde yo estaba pero como si no pudiera porque la mesa se lo impedía. Le echó un vistazo a una pila de papeles con datos sobre mí, me miró y me preguntó


-¿Qué cualidad humana consideras que es la más importante de todas?
-La lealtad – dije sin pensármelo un segundo. Odio a los traidores-.
-Ya, pero con lealtad no se come. Dime otra.
-La razón – respondí al cabo de poco. Más humano que esto no hay nada.
-Tienes razón pero con razón no se come. ¿No tienes más?
-La cultura, en cualquiera de sus manifestaciones – era mi última palabra. Él me había preguntado qué cualidad consideraba YO más importante y eso no lo puede decidir nadie por mí.
-Cierto, la cultura es muy importante pero con cultura no se come. Inténtalo de nue...


No lo dejé terminar la frase. Me arranqué la pegatina con mi nombre de pila, el nombre de la provincia donde vivo y un número de cinco cifras que tenía pegada en la solapa de la camisa y la tiré al suelo mientras me daba la vuelta y me disponía salir de esa sala.
-¿A dónde vas? - Me preguntó el productor ejecutivo con chaqueta y jersey de cuello alto.
-A comer solo. No estoy tan necesitado de autoestima.


8.ene.2009