martes, 17 de noviembre de 2009

Los Límites del Infinito

Este relato pertenece a Emilio Tejera Puente, tal y como se dijo en una entrada anterior.


La lanzadora de cuchillos apuntó las dagas con precisión, asiéndolas por la punta y concentrando la pupila en su objetivo. Se preparó para arrojarlos alrededor de la chica del traje de lentejuelas que le servía en este espectáculo de víctima. Las luces del escenario brillaban con todos los fulgores. El público, vestidos de traje y corbata ellos, y engalanadas ellas, casi todos de estirpe anglosajona, contenía la respiración.
Entonces, un grupo de soldados vestidos del riguroso traje militar indio, y de esta misma nacionalidad, entraron por una de las puertas laterales, y se dirigieron hacia allí.
La lanzadora de cuchillos detuvo su número. En realidad, y por un reflejo automático, los cuchillos falsos que debían salir de la tabla se mostraron ante el público. La columna de soldados se dirigía por un lado. Estaban a punto de ascender las escaleras que conducían hacia el escenario. En llegar hasta la posición donde se encontraba la lanzadora, a la que buscaban, tardarían tan sólo diez segundos, y transcurrido ese tiempo llegarían hasta allí y la degollarían. Ella se puso frenética a darle vueltas a la cabeza. No tenía mucho tiempo para pensar.
Esta es la historia de esos diez segundos...

* * *

Explicar nuestra condición es complicado. No me hago una idea precisa de cómo hacerlo. De hecho, al principio, cuando era joven, me parecía normal, incluso me preguntaba cómo era posible que los demás no entendieran lo que decía al referirme a ello. Para mí viajar en el tiempo era algo parecido a cruzar una habitación: simplemente avanzabas un paso, movías una puerta y ya estaba. Sin traumas ni transformaciones, sin movimientos bruscos y sin aspavientos. Tanto, que a veces no me daba cuenta de que lo hacía. Sólo estaba pensando en otra cosa, en otro momento, en otro lugar, y allí aparecía. Es algo tan sencillo como eso.
Luego fue cuando me empecé a dar cuenta del poderoso don que me había sido otorgado, y que se cernía intrigante a mi alrededor. Lo primero de todo debo explicar que no se trata ni mucho menos de una propiedad que reporte un poder universal. Viajar en el tiempo tiene sus reglas estables. Lo primero de todo es que vas envejeciendo mientras lo haces. Tomemos por ejemplo un tiempo de unos diez segundos de lapso. En ese periodo, puedes hacer un número limitado de desplazamientos por el tiempo. La cuestión no se refiere tanto a número de viajes (como he dicho, lo que es el viaje en sí mismo consiste tan sólo en un parpadeo de ojos), como en los años recorridos mientras tanto. Es decir, tú en esos diez segundos puedes marchar, vivir mil vidas, dirigirte a mil sitios, envejeces pero cuando retornas al origen del viaje en el tiempo te vuelves joven otra vez, tan sólo a lo mejor un segundo más viejo. Y así durante un largo rato. Pero no puedes caminar sin límites: llega un momento en que esos diez segundos pasan, y ya no puedes dar marcha atrás. En cierta medida, y para que nos entendamos, es como un zurcido. Tu vida siempre avanza en una sola dirección y sentido, por donde marcha la aguja: luego, lateralmente, tú puedes dar todas las puntadas que quieras, arriba y abajo, a derecha e izquierda, pero cuando vuelvas a la línea inicial, sólo puedes desplazarte hacia delante. No sé por qué ocurre de ese modo exactamente, pero lo cierto es que es así. También, en cierta medida, es como un lanzador de cuchillos: un cuchillo puede ser clavado sobre la tabla en un número infinito de posiciones. Pero esas posiciones están limitados por la extensión de la tabla, y también por el hecho de que no puedes dañar al individuo (normalmente una hermosa señorita) que se encuentra tumbado sobre la misma. Creo que este punto no está muy claro, pero algunos postulan que por cada unidad de tiempo que avances en tu vida, dispones del equivalente a mil veces para recorrer pasado y futuro, dirigiéndote a cualquier localización del espacio, antes de avanzar un paso más. Es decir que en esos diez segundos, tendríamos diez mil años como lapso posible de tiempo. Diez mil años para ser vividos, envejecer, rejuvenecer de nuevo, y volver a viajar, antes de que esos diez segundos pasen. Es mucho, pero no lo es todo. Esos son los límites del infinito.
Otra paradoja curiosa que me he encontrado a lo largo de mis viajes es que constituye un embuste eso que algunos han teorizado acerca de que es imposible alterar el presente a través de modificaciones en el pasado, puesto que estos cambios lo único que harían sería conducirnos a él. La realidad es que una circunstancia presente puede ser enmendada a voluntad como consecuencia de sucesivos viajes en el tiempo encaminados específicamente a modificarla. Pongamos por ejemplo la situación en la que me han encontrado: una chica ha vivido treinta años –pongamos en 1870-, durante los cuales ha realizado innumerables viajes en el tiempo (el equivalente a treinta mil años de vida, más o menos, según recordamos). Luego, llega un momento en que se nos presenta una situación angustiosa a esa edad de 30 años, en el año 1900: por ejemplo, esos diez segundos que tenemos antes de que un grupo de soldados hindis degollen a esa chica sobre el escenario. Esos diez segundos son para esa persona diez mil años de vida a través del tiempo que tiene para modificar su circunstancia presente para poder salvarse, y poder continuar envejeciendo hasta morir de una manera normal, a los 80 (lo cual ocurriría en el año 1950). Porque se supone que todos morimos. Eso dicen. No he encontrado a nadie que me lo haya aclarado.
¿Así que, qué hacer? Viajar. Viajar mucho. Pasar de habitación en habitación. Es tan sencillo como eso, abrir una puerta. También hay límites. Al igual que hay un número finito de localizaciones, y de habitaciones en una casa. En mi caso he comprobado que mi límite son cuatro mil años para atrás desde el momento de mi nacimiento, y veinte mil para adelante. ¿Dentro de esas limitaciones, entonces, qué es lo que hacemos? Pues lo dicho: viajar, viajar mucho. Puedes ser una princesa en Persia, un hombre santo en la India (aclaremos este punto: el sexo, los rasgos físicos y la edad inicial del momento en que realizaste ese viaje se conserva; toda modificación de tu cuerpo posterior, se elimina cuando retornas a tu tiempo presente), el lugarteniente de Ptolomeo en Alejandría, todo depende de dónde aparezcas, en qué tiempo concreto, y qué decidas hacer con él. Por supuesto no todos los viajes te llevan adonde quieres ni tienes todas las aspiraciones posibles, ni puedes conseguir que cada uno de los sitios a los que viajes eviten que ese grupo de soldados hindis acaben con tu cabeza en una cesta. Pero tienes diez mil años, ¡vamos!, es más que suficiente para, poco a poco, piedra a piedra, poner a tu favor las cosas. Algunos cambios requieren tan sólo unos pocos días –o meses- en tiempos alejados uno o dos días con respecto al tiempo referido. En otros casos, en cambio, paradójicamente, requieres de décadas de vidas en tiempos y lugares muy alejados de ti, de tu verdadero presente. Puede parecer que la acción de un hombre en la antigua Babilonia no tiene mucha influencia en lo que le ocurra a un turista espacial: pero quizás el metal del traje de astronauta y el de la daga del babilonio sean el mismo. Y una acción del babilonio sobre esa daga puede incidir en la seguridad del traje espacial. Conviene tenerlo en cuenta.
Me diréis, “qué terrible la soledad del viajero entre mundos”. No estamos tan solos. A fuerza de cruzar nuestros caminos, hemos encontrado a varios de los nuestros. Ninguno conocemos el origen de este don, ni hasta donde podemos llegar. Nos encontramos unos a otros en una inmensa madeja, ya sea en las épocas Tinder en el siglo XXXVIII o en la victoriana Inglaterra. Interaccionamos de vez en cuando: incluso yo he mantenido relaciones de amistad y he compartido sexo con otros de mi condición, pero para ser sinceros, es aburrido. Hemos visto todos tanto, lo hemos contemplado todo, que tenemos una visión muy parecida acerca de cómo es el mundo y de las cosas que en él te pueden suceder, o que tú puedes crear. Nos estamos convirtiendo en una especie aparte, si es que no lo éramos antes.
Y aparte de ellos, también se encuentran los guardianes del tiempo. No sabemos exactamente quiénes son: si fueron algunos de los nuestros que decidieron un día salirse del juego y quedarse permanentemente (por así decirlo) en la puerta de la habitación, o simplemente son personas se perdieron en la maraña espacio-temporal. Te los encuentras, como digo, en los umbrales, en los espacios perdidos entre las puertas del tiempo, si te detienes un momento a mirarlos tan sólo es espacio vacío, en general de colores ocres o apagados, como un lugar entre dos mundos. De vez en cuando esos guardianes te ayudan, o te preguntan qué tal va todo. En general constituyen gente, por su aspecto, bastante anciana y cansada. Quizá algún día yo acabe como uno de ellos.
Hay un aspecto de este asunto que me gustaría que terminarais de entender. Pero lo veo complicado. Se trata de la doble direccionalidad de este juego. Los viajes se dan hacia el pasado y hacia el futuro. Lo que hagas en el pasado, puede afectar a lo que venga después. Pero al mismo tiempo, lo que cometas en el futuro, también puede influir a lo que suceda antes. Comprendo que esto es difícil de aceptar: estamos acostumbrados a que el tiempo transcurra en una sola dirección, y argumentar lo contrario puede parecer una herejía. Ni yo mismo sé cómo explicarlo, ¿cómo iba a poder?¿Cómo le contaríais a un ciego el color rojo, cómo le explicaríais a alguien sin papilas gustativas el sabor dulce? Las pocas veces que lo he intentado, ha acabado en un balbuceo de palabras en torrente de mi boca, y en la incomprensión de los que me rodeaban. Así que no voy a intentarlo de nuevo. Lo único que puedo deciros es que esto es así, y que es verdad. Tampoco os sé proporcionar la explicación científica: yo solamente os voy comentando lo que me he ido encontrando al avanzar.
En este camino, solicitar indicaciones es de lo más complicado. En estas intersecciones que os he comentado antes, se encuentran los guardianes del tiempo, pero ni siquiera con estos -a pesar de su experiencia-, es sencillo. ¿Cómo preguntas a alguien de la Roma del siglo II cómo se llega a la América de los incas y aztecas?¿Alguien en el siglo XXIII conoce una mínima parte de las guerras suraustrales? Y también al revés ocurre lo mismo, es difícil preguntarle a alguien del siglo XIII sobre la Edad Antigua, cuando en realidad este concepto de división en edades no queda fijado hasta el siglo XVIII. También te tienes que enfrentar a la ignorancia de aquel tiempo y de la persona concreta con la que te cruces. Y qué decir de lo complicado que es encontrar orientación cuando aterrizas en un país del que desconoces el idioma, y donde puedes haber aparecido con una ropa y en una circunstancia que te resulten por completo desconocidas (como he dicho, no siempre se puede dirigir el sitio al que vas a viajar: en cuanto a las condiciones en que aterrizas, creo que tu propio mecanismo por instinto trata de hacerlas lo más cómodas y apropiadas posibles, pero eso no siempre funciona con acierto. Lo sé, puedo desmotrarlo). En definitiva, que en ausencia de mapas claros, sabiendo tan sólo que hay rutas más transitadas y encrucijadas de paso, sitios a los que se es más proclive a saltar justo después de otros sin que haya una explicación lógica –el año 1963 es una estación de paso casi obligada-, conseguir las mejores indicaciones posibles, el arte de obtenerlas y de esa manera orientar mejor nuestros pasos, es un requisito indispensable para sobrevivir. A mí de hecho se me conoce especialmente entre los míos por mi capacidad de obtener direcciones. Me he hecho leyenda por ello. Hemos hecho de estos aspectos nuestro particular modo de vida.
Os preguntaréis por qué preferimos enfrentarnos a este caos, en lugar de quedarnos tranquilamente en nuestro sitio. Lo primero de todo es que no es elegible. Con sólo girar la cabeza, puedes pasar de estarte preparando a cruzar un paso de peatones, a enconrarte contemplando con ropa de griego las pirámides. Pero aparte de eso, lo diremos: la eternidad (o la casi eternidad) es aburrida. Por eso preferimos meternos en líos: enredarnos en problemas, y luego montar enormes y enmarañados ovillos espacio-temporales para salir de ellos. A veces podemos cansarnos, e incluso liarnos, e incluso perder de vista el objetivo inicial. Pero no pasa nada, siempre hay tiempo. Eso es lo que siempre nos va a sobrar.
Y hablando de tiempo, ya han pasado diez segundos, ¿no? Depende de para quién, supongo. Quizás a vosotros os ha parecido más. Nunca consigo tener el reloj en hora. En todo caso, es hora de que volvamos al lugar inicial.

* * *

La lanzadora de cuchillos tenía las dagas en la mano. Entonces, aparecieron el grupo de soldados hindis. Sólo en diez segundos iban a llegar. Y en esos diez segundos muchas cosas pasaron.
Para empezar, las dagas esta vez no eran de atrezzo. Para cuando los soldados quisieron darse cuenta, cuatro de esos puñales habían sido disparados a la vez de manos de la lanzadora, habiendo acertado cada uno en el blanco. La lanzadora, mientras tanto, ascendía por la cortina, con una habilidad felina con los pies, para poderse propulsar y así volver a atacarles.
Luego, además, al lado de la lanzadora, se encontraba un artista de artes marciales, un mongol que había actuado justo antes de ella, y que se puso a golpear a algunos de los soldados, derribando a varios de un golpe.
Y para seguir, los miembros de una religión (que no existía la primera vez que los soldados entraron en esta sala) se abalanzaron contra los recién llegados en nombre de su diosa, que se parecía de manera extraordinaria a la lanzadora de cuchillos.
En medio de este revuelo, se formó un tumulto. Cayeron los focos, y se derrumbaron columnas. Pero la lanzadora se había escapado. Los diez mil años que tenía de margen le habían servido para escapar.
Entonces fue cuando volví.
Volví a mi tiempo, a la realidad que me correspondía, diez años antes. Pero esta vez era ligeramente distinta. Ya no llevaba puesto el traje de artes marciales. Y en lugar de encontrarmente (como lo había hecho antes de saltar) en un palacio de corte árabe, me hallaba encerrado en una mazmorra. Con las manos atadas a cadenas, y las rodillas en tierra. Se abrió una puerta. Entró un verdugo con un hacha. En tres minutos –unos ciento ochenta segundos- probablemente tendría tiempo suficiente para llevar a cabo lo que tuviera que hacer conmigo. Y al final de esos ciento ochenta segundos seguro que yo no lo iba a contar.
Pronto razoné lo que había ocurrido. Claro, era lógico. Le había echado una mano a mi amiga, y ahora, como consecuencia de ello, algo se había alterado en el futuro, y esa alteración (como he dicho que era posible) había modificado mi pasado hasta hacerlo radicalmente cambiar. Es lo que ocurre con nuestros trayectos: creamos madejas tan grandes, tan intrincadas, que es difícil que las que elaboren unos no se mezclen con las de los otros y deshagan lo que algunos han tardado tanto esfuerzo en crear. El que alguien consiga adelantar la consecución de un invento puede fastidiarle a otro la iniciación de una guerra. Son gajes del destino, problemas. Inconvenientes que todos nosotros tenemos que aceptar.
No pasa nada. Vislumbro con confianza el futuro, en forma de verdugo cuyo hacha, de filo apuradísimo, parece sonreír al poderme vislumbrar.
Tengo ciento ochenta mil años para poder alterar este mundo.
Será un bonito paseo el volverlo a intentar.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Autopista del Norte

Este relato forma parte de un reto literario aleatorio. Un sistema informático propuso las siguientes situaciones: "La historia tiene lugar dentro de diez años", "Alguien pregunta una dirección", "Algún personaje practica artes marciales", "La historia acaba en una mazmorra".

Juan Miguel Cano Castell "LudKubo" (http://vidacubica.wordpress.com/relatos-al-azar/el-trabajo-dignifica/) y Emilio Tejera Puente (Autor de "Cartago: El Imperio de los Dioses" [DeBolsillo] http://lalunatambiennosenvidia.blogspot.com/) también han participado en este reto.

El único victorioso en este reto...

...es el lector.



A pesar del largo viaje, estaba fresco como una rosa. El camino desde Málaga había transcurrido sin problemas. Sólo hicimos un par de paradas cortas. Después de hacer noche en Alicante, tuvimos un retraso por culpa de un accidente en la calzada. Siempre ocurren en tu carril. Aún así, siempre confié en que llegaríamos a tiempo a la boda. Íbamos ya por la provincia de Gerona y Perpiñán quedaba a pocas horas -pocas comparadas, sobretodo, con el trayecto que ya habíamos hecho.


Todo parecía ir a nuestro favor. Todo menos la situación. No iba solo en el coche. A mi derecha iba mi hermana Rosa. Mayor que yo por siete minutos. Detrás, Enrique José, amigo mío desde que estudiamos el color azul y el número 6, ex-novio de mi hermana y actual amante de mi vecina de en frente. No sé cómo pasó pero se acabaron metiendo los dos en un viaje de punta a punta de la península y en el mismo coche. Lo peor de todo es que yo estaba en medio.


-Joder, macho. Menudo calor... estoy sudando como un cerdo corriendo la maratón de Nueva York.
-Ya llegó el fino...
-¿Qué te pasa, Rosa? ¿Tú no te torras? -y repitió- ¿te...torras?
-Imbécil...
-Esos humos, nena... No me pedías finura el fin de semana que pasamos juntos en Ibiza el verano pasado...
-¡Enrique José Cortijo Molina! ¡me prometiste que no sacarías más ese tema! ¡Eres un cerdo y un inmaduro! y... ¡te odio!
-¿Ah, sí? Pues es un halago viniendo de Doña No Tengo Ningún Título.
-Mira, gilipollas, ser el campeón de España...
-... Tricampeón de España, si no te importa. -hizo especial énfasis en lo de “tri-”- ¿Tengo que recordarte también que participé en las olimpiadas de Rio de Janeiro hace tres años?
-...Ser el tricampeón de España de karate no te da derecho a comportarte como un niñato. ¿Me oyes?
-Te oigo. Te oímos todos. ¿Verdad, Miguel?
-A mí dejadme. Yo no sé nada, voy conduciendo.


Y así todo el viaje. Desde que salimos. Menos en el hostal. Ahí dormimos Rosa y yo en una habitación y Enrique... lo cierto es que no sé ni si Enrique durmió en el hostal.


Eran casi las cinco de la tarde cuando se me ocurrió desviarme un poco de la ruta y visitar la antigua colonia de Emporion. Ahora mismo, todo lo que hay son -a pesar de su envidiable estado de conservación- ruinas pero antaño fue una de las ciudades punteras en el comercio mediterráneo. En el complejo se podían adivinar los cimientos de muchas casas, la estructura del ágora y el templo de Asclepio. Nos bajamos y le pregunté a un pastor cómo llegar a la entrada principal del templo. Había oído que en él se encontraba (la réplica de) una estatua del dios griego de la Medicina muy bien conservada. El pastor me comentó que, como era de prever, la original estaba en el museo local y ya no eran horas de ir a visitarla. Lo que suele ocurrir cuando pasas por casualidad cerca de un monumento o de algo que vale la pena visitar y a donde no volverás en mucho tiempo o nunca: que está ya cerrado, que en esta época no abren o que ya no quedan entradas.


Anduvimos un buen rato por la zona. Las vistas eran preciosas. Me hubiera gustado vivir en un lugar así: rodeado de vegetación mediterránea y con vistas a la orilla del mar adornado todo con el sonido de las olas rompiendo contra la arena una y otra vez. Una y otra vez. Nos acercamos al complejo histórico. Efectivamente, no estaba en sus mejores días pero se notaba que se había hecho un importante esfuerzo por restaurarlo.


-Joder, macho. -saltó Enrique- Estoy recordando algo de este sitio que da miedo. - Rosa se agarró a mi brazo. Digamos que no es muy amiga de las historias de miedo y menos cuando está en un lugar que ella no conoce y está anocheciendo.
-¿Por qué lo dices? Es un paisaje digno de ver.- le respondí yo, aún embelesado con el batir de las olas, fingiendo ignorar al que me hablaba.
-No deberías preguntarlo. Tú eres el historiador.
-¿De qué hablais? - interrumpió mi hermana.
-Hablo de “el galeote fenicio”... - abrió mucho más los ojos y nos miró primero a Rosa y luego a mí.
-Sabes que todo eso son leyendas. - le dije, quitándole importancia a su afirmación.
-¿Que de qué estáis hablando? - interrumpió mi hermana de nuevo, agarrando mi brazo con más fuerza.
-Dicen los escritos -empezó Enrique- que a esta ciudad llegó un condenado a galeras de origen fenicio. Al parecer, el patrón de la nave donde había pasado los últimos tres años decidió liberarlo en esta ciudad. Cuando apenas llevaba dos días en libertad, un vecino lo acusó de haberle robado una gallina. A pesar de que él era inocente, los habitantes de la colonia recelaban de alguien que había sido un esclavo condenado a galeras y lo encerraron en una mazmorra en los sótanos del templo y nunca más se supo de él, excepto...
-¿Excepto...? - el interés de mi hermana por la historia crecía por momentos. No se puede negar que Enrique es un buen narrador.
-...Excepto porque dicen que aún hoy el galeote sigue ahí abajo, malviviendo. Sólo sale para cazar o pescar algo en medio de la noche. Nadie lo ha visto pero cuentan que algún arqueólogo inconsciente ha bajado a buscarlo y ninguno ha regresado. Una vez se encontró una grabadora de uno que se adentró en la mazmorra. En ella sólo se grabó un grito y las palabras isd khe tülaý, que se han interpretado como “¡te cacé!” - la cara de Rosa de convirtió en un poema. Un poema de los que transmiten desolación, sin apenas rimas, con métrica poco definida.
-¿Qué hacemos aquí, entonces? ¡¿Me lo podéis decir?!
-Venga, Quique, no la asustes. Sabes que nunca se pudo probar la autenticidad de esas grabaciones. No entiendo cómo puedes dar crédito a algo que sale en la tele más tarde de la una de la madrugada. -pero resultó que mis palabras no fueron tan convincentes para mi hermana como las de Enrique.
-Vámonos de aquí, Miguel, por lo que más quieras.
-Pero si no pasa nada. No te preocupes. Vamos a dar un paseo por entre las ruinas y nos vamos a ir. Será sólo un momento.


Llegamos al templo de Asclepio. Efectivamente, la entrada estaba presidida por el dios, barbado, semicubierto por una túnica y acompañado de una serpiente, su atributo más destacado a lo largo de la iconografía que lo representa. No esperaba menos esta vez.


-Venga, vamos a entrar. Esa puerta de madera no parece muy maciza. Apuesto a que al mínimo toque, se derrumba. ¿No sientes curiosidad, Historiador?
-Hombre, dicho así... no. No me he cruzado media península para acabar allanando un recinto cultural. Además, se está haciendo tarde. No quiero llegar al destino cuando esté amaneciendo.
-Exagerado...
-Ya vale. Te ha dicho que no y es que no. Vámonos, Miguel.
-Sí, Miguel, vámonos. No vaya a ser que se enfríe el té antes de que llegue la Señora Nesbitt.
-Mira, eh. Ya me tienes harta. Estoy hasta los mismísimos...
-...¿qué?
-¡¡Basta, chicos!! -zanjé- El que está harto soy yo. Ya que estamos aquí, vamos a entrar pero sólo unos minutos y luego nos vamos... ¡Y no va haber más paradas!.


Lamenté haberme mostrado tan vehemente pero mi paciencia había llegado a su límite. Enrique y Rosa no volvieron a dirigirse la palabra durante mucho rato.


Nos acercamos a la entrada del recinto. En efecto, la puerta no era nada del otro mundo. ¿Quién iba a querer saquear el templo de un dios cuya mitología no tiene ningún adepto hoy en día y donde no hay riqueza alguna? Correcto: La respuesta era “nosotros”. Los únicos tres mentecatos dispuestos a entrar echando la puerta abajo. Enrique dio buena cuenta de ella. Su corpulencia le da un aspecto de socarrón confirmado continuamente por sus palabras pero a veces te saca de un apuro. El tablón de madera cedió haciendo que cayera algo de polvo del techo. El interior estaba húmedo y oscuro. Entré yo primero, invitado por un gesto de la mano de Enrique. A mi vera, Rosa caminaba despacio, casi sin separar los pies y agarrada de mi brazo. Los comentarios de mi amigo habían causado en ella más mella de la que parecía a primera vista. El paso lo cerraba él mismo. A medida que avanzábamos, se nos iba secando la boca por culpa del polvo que caía. Al cabo de poco vimos que no sólo el techo se había visto afectado por el derrumbe de la entrada, el suelo, hecho de piedra, llevaba unos segundos temblando. Cuando atravesamos el vestíbulo, cayó bajo los pies de mi hermana un adoquín del suelo, directo al piso inferior. Ella se agarró a mí como si la que se caía hubiera sido ella. No se equivocó. En una fracción de segundo el resto de piedras de alrededor suyo siguieron el mismo camino. Rosa perdió un zapato y luego el equilibrio. Su cuerpo se precipitó hacia el hueco, ahora tan grande que nos hubiera engullido a todos. Yo logré sujetarla aunque eso me obligó a echarme al suelo. Enrique, que venía unos pasos por detrás, corrió a ayudarme. Cada uno la cogimos de un brazo y, aún así, se nos resbaló. No tuve voz ni para lanzar un grito, un “¡no!” ahogado y leve. La profundidad de mi mirada se fijo en un punto, en lo profundo de la oscuridad. Oscuridad con oscuridad enfrentadas. La nada con la nada. No lograba encontrar la sombra de mi hermana en este mundo de sombras.


-Hay que saltar -dije, decidido-.
-Estoy contigo.
-No, no hace falta. Quédate aquí por si me pasa algo. Es mi hermana. No puedo obligarte a que saltes tú también.
-Cállate, idiota.


Sin darme tiempo a tomar parte de nuevo en el diálogo, se puso en pie y saltó por la sima que ante nosotros se había abierto.


-Imbécil...


Justo después salté yo también. Estando abajo vi que Rosa y Enrique ya se habían puesto de pie. Rosa se apoyaba en el hombro de su ex-novio porque se había torcido el tobillo con la caída. Un adoquín más se desprendió del que ahora era nuestro techo. Por suerte no cayó encima de ninguno de nosotros.


-¿Qué vamos a hacer ahora, eh, imbéciles? ¿Es que estáis tontos? ¿No tenéis algo en vuestra cabeza que no sea serrín de alcornoque? ¿Quién me manda a mí? ¿Quién...?
-¡¡Ya basta!! ¡Te estás poniendo histérica!
-Callaos los dos. Mirad.


Frente a mí había una cámara oscura al fondo de la cual se veía algo de luz. Una luz tintineante. De una antorcha, quizá. El caso es que nos estaba llamando, nos atraía. Respondimos a su mensaje. Fuimos siguiendo el tenue fulgor que se colaba por los pasillos. Paso a paso, ahora con menos decisión que antes. Poco a poco, no fuera a ser que el suelo se volviera a abrir bajo nuestros pies.


Llegamos a una sala en la que sólo se podía encontrar una mesa de madera, una silla y unos huesos en el suelo. En efecto, la luz provenía de una antorcha sujetada a la pared. Rosa fue la primera en romper nuestro silencio:


-No me digáis que esos huesos...
-Sí. Yo también lo estaba pensando. ¿Qué cree el experto?
-Cuando leí la noticia, no vi escrito nada acerca de aquél arqueólogo. Es como si se hubieran llevado la grabadora y lo hubiera dejando aquí. Tal vez entonces era ya un simple saco de huesos. No me puedo creer que fuera auténtico.
-Ay mi madre... ¿dónde me habéis traído, ignorantes?
-Y eso no es todo -añadió Enrique-.
-La mesa...
-Sí, amigo, la mesa...
-¿Qué le pasa a la mesa?


Un trozo de carne medio putrefacta coronaba el único mueble de la estancia. Esta situado en el lado en el que estaba puesta la silla. “Aquí vive alguien y no hace mucho que ha pasado por aquí”, pensamos todos.


De pronto, hubo una corriente muy fuerte. La luz de la antorcha se extinguió como si la hubieran sumergido en agua. Todo permaneció oscuro durante unos segundos que se nos hicieron largos como días. Los tres nos juntamos mucho, espaldas con espaldas. El temblor no nos dejaba pronunciar una sola palabra, el miedo recorría nuestras mentes. Tuve el reflejo de cerrar los puños y apretarlos fuerte como si todo fuera a acabar si lo hacía. Alguien se acercó a nosotros a gran velocidad. Corriendo a grandes trancos, casi a saltos. Atravesó el umbral de un último salto y su cara se puso delante de la mía. No podía verla pero sentía su aliento en mi nariz, que ahora moqueaba; en mis ojos, que ahora se volvían vidriosos; en mi boca, que no dejaba de jadear. Espiró fuertemente, como si estuviera forzando una risotada. Habló, con una voz ronca:


-dosh khe tülaý!! dosh khe tülaý!!


Se hizo el silencio. Sólo Enrique acertó a pronunciar las que creía que iban a ser sus últimas palabras:


-Joder, macho... ya no llegamos a la boda.









FiN