martes, 17 de noviembre de 2009

Los Límites del Infinito

Este relato pertenece a Emilio Tejera Puente, tal y como se dijo en una entrada anterior.


La lanzadora de cuchillos apuntó las dagas con precisión, asiéndolas por la punta y concentrando la pupila en su objetivo. Se preparó para arrojarlos alrededor de la chica del traje de lentejuelas que le servía en este espectáculo de víctima. Las luces del escenario brillaban con todos los fulgores. El público, vestidos de traje y corbata ellos, y engalanadas ellas, casi todos de estirpe anglosajona, contenía la respiración.
Entonces, un grupo de soldados vestidos del riguroso traje militar indio, y de esta misma nacionalidad, entraron por una de las puertas laterales, y se dirigieron hacia allí.
La lanzadora de cuchillos detuvo su número. En realidad, y por un reflejo automático, los cuchillos falsos que debían salir de la tabla se mostraron ante el público. La columna de soldados se dirigía por un lado. Estaban a punto de ascender las escaleras que conducían hacia el escenario. En llegar hasta la posición donde se encontraba la lanzadora, a la que buscaban, tardarían tan sólo diez segundos, y transcurrido ese tiempo llegarían hasta allí y la degollarían. Ella se puso frenética a darle vueltas a la cabeza. No tenía mucho tiempo para pensar.
Esta es la historia de esos diez segundos...

* * *

Explicar nuestra condición es complicado. No me hago una idea precisa de cómo hacerlo. De hecho, al principio, cuando era joven, me parecía normal, incluso me preguntaba cómo era posible que los demás no entendieran lo que decía al referirme a ello. Para mí viajar en el tiempo era algo parecido a cruzar una habitación: simplemente avanzabas un paso, movías una puerta y ya estaba. Sin traumas ni transformaciones, sin movimientos bruscos y sin aspavientos. Tanto, que a veces no me daba cuenta de que lo hacía. Sólo estaba pensando en otra cosa, en otro momento, en otro lugar, y allí aparecía. Es algo tan sencillo como eso.
Luego fue cuando me empecé a dar cuenta del poderoso don que me había sido otorgado, y que se cernía intrigante a mi alrededor. Lo primero de todo debo explicar que no se trata ni mucho menos de una propiedad que reporte un poder universal. Viajar en el tiempo tiene sus reglas estables. Lo primero de todo es que vas envejeciendo mientras lo haces. Tomemos por ejemplo un tiempo de unos diez segundos de lapso. En ese periodo, puedes hacer un número limitado de desplazamientos por el tiempo. La cuestión no se refiere tanto a número de viajes (como he dicho, lo que es el viaje en sí mismo consiste tan sólo en un parpadeo de ojos), como en los años recorridos mientras tanto. Es decir, tú en esos diez segundos puedes marchar, vivir mil vidas, dirigirte a mil sitios, envejeces pero cuando retornas al origen del viaje en el tiempo te vuelves joven otra vez, tan sólo a lo mejor un segundo más viejo. Y así durante un largo rato. Pero no puedes caminar sin límites: llega un momento en que esos diez segundos pasan, y ya no puedes dar marcha atrás. En cierta medida, y para que nos entendamos, es como un zurcido. Tu vida siempre avanza en una sola dirección y sentido, por donde marcha la aguja: luego, lateralmente, tú puedes dar todas las puntadas que quieras, arriba y abajo, a derecha e izquierda, pero cuando vuelvas a la línea inicial, sólo puedes desplazarte hacia delante. No sé por qué ocurre de ese modo exactamente, pero lo cierto es que es así. También, en cierta medida, es como un lanzador de cuchillos: un cuchillo puede ser clavado sobre la tabla en un número infinito de posiciones. Pero esas posiciones están limitados por la extensión de la tabla, y también por el hecho de que no puedes dañar al individuo (normalmente una hermosa señorita) que se encuentra tumbado sobre la misma. Creo que este punto no está muy claro, pero algunos postulan que por cada unidad de tiempo que avances en tu vida, dispones del equivalente a mil veces para recorrer pasado y futuro, dirigiéndote a cualquier localización del espacio, antes de avanzar un paso más. Es decir que en esos diez segundos, tendríamos diez mil años como lapso posible de tiempo. Diez mil años para ser vividos, envejecer, rejuvenecer de nuevo, y volver a viajar, antes de que esos diez segundos pasen. Es mucho, pero no lo es todo. Esos son los límites del infinito.
Otra paradoja curiosa que me he encontrado a lo largo de mis viajes es que constituye un embuste eso que algunos han teorizado acerca de que es imposible alterar el presente a través de modificaciones en el pasado, puesto que estos cambios lo único que harían sería conducirnos a él. La realidad es que una circunstancia presente puede ser enmendada a voluntad como consecuencia de sucesivos viajes en el tiempo encaminados específicamente a modificarla. Pongamos por ejemplo la situación en la que me han encontrado: una chica ha vivido treinta años –pongamos en 1870-, durante los cuales ha realizado innumerables viajes en el tiempo (el equivalente a treinta mil años de vida, más o menos, según recordamos). Luego, llega un momento en que se nos presenta una situación angustiosa a esa edad de 30 años, en el año 1900: por ejemplo, esos diez segundos que tenemos antes de que un grupo de soldados hindis degollen a esa chica sobre el escenario. Esos diez segundos son para esa persona diez mil años de vida a través del tiempo que tiene para modificar su circunstancia presente para poder salvarse, y poder continuar envejeciendo hasta morir de una manera normal, a los 80 (lo cual ocurriría en el año 1950). Porque se supone que todos morimos. Eso dicen. No he encontrado a nadie que me lo haya aclarado.
¿Así que, qué hacer? Viajar. Viajar mucho. Pasar de habitación en habitación. Es tan sencillo como eso, abrir una puerta. También hay límites. Al igual que hay un número finito de localizaciones, y de habitaciones en una casa. En mi caso he comprobado que mi límite son cuatro mil años para atrás desde el momento de mi nacimiento, y veinte mil para adelante. ¿Dentro de esas limitaciones, entonces, qué es lo que hacemos? Pues lo dicho: viajar, viajar mucho. Puedes ser una princesa en Persia, un hombre santo en la India (aclaremos este punto: el sexo, los rasgos físicos y la edad inicial del momento en que realizaste ese viaje se conserva; toda modificación de tu cuerpo posterior, se elimina cuando retornas a tu tiempo presente), el lugarteniente de Ptolomeo en Alejandría, todo depende de dónde aparezcas, en qué tiempo concreto, y qué decidas hacer con él. Por supuesto no todos los viajes te llevan adonde quieres ni tienes todas las aspiraciones posibles, ni puedes conseguir que cada uno de los sitios a los que viajes eviten que ese grupo de soldados hindis acaben con tu cabeza en una cesta. Pero tienes diez mil años, ¡vamos!, es más que suficiente para, poco a poco, piedra a piedra, poner a tu favor las cosas. Algunos cambios requieren tan sólo unos pocos días –o meses- en tiempos alejados uno o dos días con respecto al tiempo referido. En otros casos, en cambio, paradójicamente, requieres de décadas de vidas en tiempos y lugares muy alejados de ti, de tu verdadero presente. Puede parecer que la acción de un hombre en la antigua Babilonia no tiene mucha influencia en lo que le ocurra a un turista espacial: pero quizás el metal del traje de astronauta y el de la daga del babilonio sean el mismo. Y una acción del babilonio sobre esa daga puede incidir en la seguridad del traje espacial. Conviene tenerlo en cuenta.
Me diréis, “qué terrible la soledad del viajero entre mundos”. No estamos tan solos. A fuerza de cruzar nuestros caminos, hemos encontrado a varios de los nuestros. Ninguno conocemos el origen de este don, ni hasta donde podemos llegar. Nos encontramos unos a otros en una inmensa madeja, ya sea en las épocas Tinder en el siglo XXXVIII o en la victoriana Inglaterra. Interaccionamos de vez en cuando: incluso yo he mantenido relaciones de amistad y he compartido sexo con otros de mi condición, pero para ser sinceros, es aburrido. Hemos visto todos tanto, lo hemos contemplado todo, que tenemos una visión muy parecida acerca de cómo es el mundo y de las cosas que en él te pueden suceder, o que tú puedes crear. Nos estamos convirtiendo en una especie aparte, si es que no lo éramos antes.
Y aparte de ellos, también se encuentran los guardianes del tiempo. No sabemos exactamente quiénes son: si fueron algunos de los nuestros que decidieron un día salirse del juego y quedarse permanentemente (por así decirlo) en la puerta de la habitación, o simplemente son personas se perdieron en la maraña espacio-temporal. Te los encuentras, como digo, en los umbrales, en los espacios perdidos entre las puertas del tiempo, si te detienes un momento a mirarlos tan sólo es espacio vacío, en general de colores ocres o apagados, como un lugar entre dos mundos. De vez en cuando esos guardianes te ayudan, o te preguntan qué tal va todo. En general constituyen gente, por su aspecto, bastante anciana y cansada. Quizá algún día yo acabe como uno de ellos.
Hay un aspecto de este asunto que me gustaría que terminarais de entender. Pero lo veo complicado. Se trata de la doble direccionalidad de este juego. Los viajes se dan hacia el pasado y hacia el futuro. Lo que hagas en el pasado, puede afectar a lo que venga después. Pero al mismo tiempo, lo que cometas en el futuro, también puede influir a lo que suceda antes. Comprendo que esto es difícil de aceptar: estamos acostumbrados a que el tiempo transcurra en una sola dirección, y argumentar lo contrario puede parecer una herejía. Ni yo mismo sé cómo explicarlo, ¿cómo iba a poder?¿Cómo le contaríais a un ciego el color rojo, cómo le explicaríais a alguien sin papilas gustativas el sabor dulce? Las pocas veces que lo he intentado, ha acabado en un balbuceo de palabras en torrente de mi boca, y en la incomprensión de los que me rodeaban. Así que no voy a intentarlo de nuevo. Lo único que puedo deciros es que esto es así, y que es verdad. Tampoco os sé proporcionar la explicación científica: yo solamente os voy comentando lo que me he ido encontrando al avanzar.
En este camino, solicitar indicaciones es de lo más complicado. En estas intersecciones que os he comentado antes, se encuentran los guardianes del tiempo, pero ni siquiera con estos -a pesar de su experiencia-, es sencillo. ¿Cómo preguntas a alguien de la Roma del siglo II cómo se llega a la América de los incas y aztecas?¿Alguien en el siglo XXIII conoce una mínima parte de las guerras suraustrales? Y también al revés ocurre lo mismo, es difícil preguntarle a alguien del siglo XIII sobre la Edad Antigua, cuando en realidad este concepto de división en edades no queda fijado hasta el siglo XVIII. También te tienes que enfrentar a la ignorancia de aquel tiempo y de la persona concreta con la que te cruces. Y qué decir de lo complicado que es encontrar orientación cuando aterrizas en un país del que desconoces el idioma, y donde puedes haber aparecido con una ropa y en una circunstancia que te resulten por completo desconocidas (como he dicho, no siempre se puede dirigir el sitio al que vas a viajar: en cuanto a las condiciones en que aterrizas, creo que tu propio mecanismo por instinto trata de hacerlas lo más cómodas y apropiadas posibles, pero eso no siempre funciona con acierto. Lo sé, puedo desmotrarlo). En definitiva, que en ausencia de mapas claros, sabiendo tan sólo que hay rutas más transitadas y encrucijadas de paso, sitios a los que se es más proclive a saltar justo después de otros sin que haya una explicación lógica –el año 1963 es una estación de paso casi obligada-, conseguir las mejores indicaciones posibles, el arte de obtenerlas y de esa manera orientar mejor nuestros pasos, es un requisito indispensable para sobrevivir. A mí de hecho se me conoce especialmente entre los míos por mi capacidad de obtener direcciones. Me he hecho leyenda por ello. Hemos hecho de estos aspectos nuestro particular modo de vida.
Os preguntaréis por qué preferimos enfrentarnos a este caos, en lugar de quedarnos tranquilamente en nuestro sitio. Lo primero de todo es que no es elegible. Con sólo girar la cabeza, puedes pasar de estarte preparando a cruzar un paso de peatones, a enconrarte contemplando con ropa de griego las pirámides. Pero aparte de eso, lo diremos: la eternidad (o la casi eternidad) es aburrida. Por eso preferimos meternos en líos: enredarnos en problemas, y luego montar enormes y enmarañados ovillos espacio-temporales para salir de ellos. A veces podemos cansarnos, e incluso liarnos, e incluso perder de vista el objetivo inicial. Pero no pasa nada, siempre hay tiempo. Eso es lo que siempre nos va a sobrar.
Y hablando de tiempo, ya han pasado diez segundos, ¿no? Depende de para quién, supongo. Quizás a vosotros os ha parecido más. Nunca consigo tener el reloj en hora. En todo caso, es hora de que volvamos al lugar inicial.

* * *

La lanzadora de cuchillos tenía las dagas en la mano. Entonces, aparecieron el grupo de soldados hindis. Sólo en diez segundos iban a llegar. Y en esos diez segundos muchas cosas pasaron.
Para empezar, las dagas esta vez no eran de atrezzo. Para cuando los soldados quisieron darse cuenta, cuatro de esos puñales habían sido disparados a la vez de manos de la lanzadora, habiendo acertado cada uno en el blanco. La lanzadora, mientras tanto, ascendía por la cortina, con una habilidad felina con los pies, para poderse propulsar y así volver a atacarles.
Luego, además, al lado de la lanzadora, se encontraba un artista de artes marciales, un mongol que había actuado justo antes de ella, y que se puso a golpear a algunos de los soldados, derribando a varios de un golpe.
Y para seguir, los miembros de una religión (que no existía la primera vez que los soldados entraron en esta sala) se abalanzaron contra los recién llegados en nombre de su diosa, que se parecía de manera extraordinaria a la lanzadora de cuchillos.
En medio de este revuelo, se formó un tumulto. Cayeron los focos, y se derrumbaron columnas. Pero la lanzadora se había escapado. Los diez mil años que tenía de margen le habían servido para escapar.
Entonces fue cuando volví.
Volví a mi tiempo, a la realidad que me correspondía, diez años antes. Pero esta vez era ligeramente distinta. Ya no llevaba puesto el traje de artes marciales. Y en lugar de encontrarmente (como lo había hecho antes de saltar) en un palacio de corte árabe, me hallaba encerrado en una mazmorra. Con las manos atadas a cadenas, y las rodillas en tierra. Se abrió una puerta. Entró un verdugo con un hacha. En tres minutos –unos ciento ochenta segundos- probablemente tendría tiempo suficiente para llevar a cabo lo que tuviera que hacer conmigo. Y al final de esos ciento ochenta segundos seguro que yo no lo iba a contar.
Pronto razoné lo que había ocurrido. Claro, era lógico. Le había echado una mano a mi amiga, y ahora, como consecuencia de ello, algo se había alterado en el futuro, y esa alteración (como he dicho que era posible) había modificado mi pasado hasta hacerlo radicalmente cambiar. Es lo que ocurre con nuestros trayectos: creamos madejas tan grandes, tan intrincadas, que es difícil que las que elaboren unos no se mezclen con las de los otros y deshagan lo que algunos han tardado tanto esfuerzo en crear. El que alguien consiga adelantar la consecución de un invento puede fastidiarle a otro la iniciación de una guerra. Son gajes del destino, problemas. Inconvenientes que todos nosotros tenemos que aceptar.
No pasa nada. Vislumbro con confianza el futuro, en forma de verdugo cuyo hacha, de filo apuradísimo, parece sonreír al poderme vislumbrar.
Tengo ciento ochenta mil años para poder alterar este mundo.
Será un bonito paseo el volverlo a intentar.

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