viernes, 17 de julio de 2015

Tornas cambiadas

Un hombre, a caballo, se acerca a otro en el campo. El segundo está comiendo tranquilamente. El primero atrapa al segundo con un lazo. Otro jinete hace lo mismo. Entre los dos lo suben a un camión y lo dejan a oscuras, sucio,
magullado y desorientado.

Lo transportan por caminos sembrados por guijarros puntiagudos. Lo meten en un zulo, estrecho. Le marcan la piel con un hierro candente.

Un día, lo sacan por un oscuro pasillo con los ojos cegados por la arena que le tiran los demás. Si no avanza, se lleva algún pinchazo o alguna descarga eléctrica. Cuando consiguen sacarlo de ahí, se enfrenta a un hombre armado con una arma blanca. Cegado por el Sol y aturdido. Sus jadeos solo indican hastío y desfallecimiento. A veces, otros luchadores acuden en ayuda del gladiador que, siendo desconocido, arremete contra nuestro infeliz protagonista. Lo marea, lo incita, lo confunde. Él no recuerda haberle hecho ningún mal. Sigue sangrando. El público está ansioso por verlo caer definitivamente.

De todas formas, el maltratado moribundo no le guarda ningún rencor al gladiador de la espada. Sabe que eso es un arte, una tradición que hay que mantener y se sabe garante del patrimonio inmaterial de su país.


Todos contentos.

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